lunes, 26 de enero de 2015

El amigo imaginario


El amigo imaginario

La aldea era como casi todas: una iglesia, unas casas en cuesta, pajaritos, señoras mayores con pañuelos pardos en la cabeza, casas con chimenea. Como casi todas, tenía sus leyendas, sus secretos y  el típico personaje raro,  escurridizo y sin familia que caminaba solitario por las afueras. Era una aldea gallega,  y la bordeaba un río, por eso estaba envuelta casi siempre en una niebla espesa que diluía en un simpático misterio a sus habitantes, sus casas y animales. Porque había animales, por ejemplo, los  cerdos del señor Estevo,  las gallinas de la señora Emérita. Y mis vacas, no en balde abundaban por ahí cerca pastos verdes y húmedos. Mis vacas a las que debía todo. Vivían más animales, pero pequeños, como salamandras y topillos. Los pajaritos no se sabe si vivían en la aldea o es que pasaban a menudo por allí; se hacían notar, pero no anidaban, me parece.




Los pocos habitantes se las apañaban sin problemas  con las huertas: pimientos, cachelos, lechugas…Miraban sin codicia excesiva a los mercadillos de los pueblos de la zona, de donde sacaban dinero para vivir modestamente, pero daban la espalda a las castiñeiras y las carballeiras del río y a sus pastizales, que eran mi territorio. 

Por eso yo era el único que se topaba a menudo con ese personaje raro que hay en casi todos los pueblos, porque nuestros caminos se cruzaban cuando me llevaba las vacas a los pastos.  Los demás vecinos le ignoraban, afanados siempre en sus huertas y difuminados en la niebla los alrededores. De los buenos días buenas tardes terminamos por tratarnos amistosamente. Nos sentábamos buenos ratos juntos mientras las vacas se ocupaban con la hierba y haraganeaban. Era un hombre extraño, como es lógico, pero yo también lo era, y terminamos siendo casi amigos. 
De su cara, lo más llamativo era su nariz, parecida por su forma granulada y su color a la zanahoria que poníamos de niños en los muñecos de nieve, Era feo, retaco y robusto como un carballo joven. Su aspecto era infantil por sus ojos grandes, dulces como de vaca, a veces contemplativos y risueños y a veces  muy vivaces e inquietos. No se le veían las orejas porque siempre las tenía tapadas por un raro pasamontañas tipo capucha.  En una de sus manos de artista, con unos dedos desproporcionadamente largos, destacaba un hermoso anillo azul. Se movía ágilmente, como un rapaciño, pero su edad era indefinida ¿veinte, cincuenta años? Un día le pregunté cuántos y me contestó que muchos más de lo que yo pensaba, sonriendo con los ojos. Debían de ser muchos, porque era verdaderamente un sabio: astronomía, física, geografía… El mundo y la vida no tenían  secretos para él, y me explicaba asuntos muy complicados con alegría y naturalidad. Había en su mirada, sin embargo, algo que me ponía nervioso, sobre todo cuando nos quedábamos en silencio. Era la sensación que yo tenía de que entra mis vacas y él había una complicidad en las miradas y en las acciones. Sensación que aumentaba cuando se ajustaba el anillo.
Mis vacas eran normales y tranquilas, como todas. Sólo a una, la Caprichosa, se le podía achacar cierta tendencia  al desbarajuste, al descaro y a la independencia por su forma de mirar y porque daba saltitos sin motivo alguno. Pero eso es otra historia. El caso es que nos hicimos casi amigos y yo le conté mis caminos y vericuetos hasta los cuarenta años que tenía por entonces. Él conseguía no contarme nada de los suyos con el truco de escuchar atentamente cambiando la intensidad de su mirada, o el brillo o la vivacidad, en fin, hablando casi exclusivamente con los ojos.

Sólo se alimentaba con las bellotas, castañas y hierbas que le daba el bosque. Así que, cuando creció más la confianza, le regalé a Caprichosa, ¿para que tuviese una dieta más equilibrada? ¿Por egoísmo, porque esa vaca me desconcertaba? No sé, se la regalé y él me dio un beso, emocionado. Construimos una cabaña para ella, para las noches de frío. Era extraño que se preocupara de eso, cuando él vivía entre los huecos de un enorme y viejo castiñeiro.
Aunque también tenía otro habitáculo, prácticamente un nido,  para observar el cielo en lo más alto de un enorme carballo de cincuenta metros, al que se refería con el nombre de quercus robur.  Yo no podía subir, pero él trepaba como una ardilla sin ningún problema.

La vaca Caprichosa, la observación de las estrellas en las noches sin niebla, las instructivas conversaciones de mitología en los pastizales: así iba pasando el tiempo.  Una noche calurosa de agosto no podía conciliar el sueño  y me encaminé al río con la malsana intención de no dejar dormir a mi amigo y conversar con él. La cabaña de Caprichosa estaba vacía, el castaño también, grité al pie del roble y no me respondió. Desde entonces no lo volví a ver nunca. Era mi único amigo desde hacía tres años. No me sentó mal que no se despidiera, por algo era una persona rara…No creo que le olvide mientras viva.

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Pasaron muchos años, demasiados. Yo heredé una pequeña fortuna de mis padrinos indianos, vendí  las vacas después de dar mi último paseo hasta el carballo ya abandonado, y nos fuimos de la aldea, donde apenas quedaba ya nadie. Compramos  una modesta casa cerca de la capital donde había nacido la  primera nieta, en un pueblito con río y un poco de bosque. Xiana me caía bien, a los dos años ya se podía hablar y razonar con ella. Hablábamos de las estrellas, sobre todo, y de las vacas y sus costumbres. A  la hora de contarle cuentos, sólo se me ocurrió recuperar mis recuerdos y llenarlos de una imaginación infantil. Al hombre raro de mi aldea había que ponerle un nombre y una historia. Nikimusa me pareció bien, sonaba a dibujos animados.

Nikimusa era una especie de genio benigno que lo sabía todo y era mi amigo. Podía hablar con mis vacas sin dificultad porque, como el rey Salomón, tenía un anillo mágico. Conocía perfectamente a Caprichosa, a la que un día preguntó por qué estaba tan inquieta. Era tan caprichosa que quería tener zapatos (yo dibujaba a la niña siempre animales con zapatos) y quería volar, eso es lo que pasaba.
Nikimusa lo arregló todo: le confeccionó unos zapatos con cortezas, le habló de una estrella donde él había vivido…Recordé entonces la historia que me contaba mi amigo del Rapto de Europa y la aproveché a mi modo: Nikimusa, a cambio de ponerle a Caprichosa unas alas mágicas, acordó con ella ir a vivir juntos en las estrellas. Pero antes se despidió de mí, me regaló el anillo que ahora llevo –verde esmeralda- y me prometió que seguiríamos en estrecho contacto.
Lo que empezó como un cuento terminó como un juego permanente. Yo le decía a Xiana que Nikimusa me había contado esto y lo otro, que con su anillo azul veía todo lo que pasaba en nuestro planeta… Y así se sucedían los cuentos de las mil y una noches. Reconozco que empecé a hacer trampas: por ejemplo, escondía un juguete y Nikimusa me hablaba, yo miraba mi anillo y, a continuación, encontrábamos el juguete; otra trampa era que yo pedía a mi hijo detalles sobre la niña y luego le decía “ me ha dicho Mikimusa que tú…” Se quedaba admirada con mis trampas.
Pero, claro, las trampas terminan por pagarse, sobre todo si una niña es lista. Tenía cinco años y un buen día “Abuelo, yo creo que Mikimusa no existe. Te sentías aburrido y por eso te hiciste un amigo imaginario”. Y yo le di la razón, aunque diciendo esas cosas que se dicen, que era un cuento y que los cuentos existen un poco, y tal, las cosas de los mayores. Para demostrarme cariño, me intentó consolar mintiéndome “Bueno, abuelo, a lo mejor Mikimusa existe un poco”.
Pasaron algunos años más y yo pasé un tiempo en el hospital entre la vida y la muerte. Xiana tenía ahora una hermanita de dos años. En una de las visitas mi hijo me detallaba cómo eran los cuentos que Xiana le contaba a su hermana: la vaca Caprichosa había tenido hijos que se habían convertido en estrellas “mira, esa que brilla ahí se llama Yusima”, etc. Y seguía con el juego de que Mikimusa le contaba secretos. 
En otra visita me dijo que estaba impresionado porque Xiana le había dicho a él, muy en serio (tenía ya nueve años) que Mikimusa la había visitado en un sueño y que le había asegurado que el abuelo todavía no se iba a morir.



Actividad

¿Cuál es el amigo imaginario, el de la 1ª parte o el de la 2ª?