sábado, 15 de febrero de 2014



Nota previa.

Sucedieron en mi lugar de trabajo hace dos años unos acontecimientos surrealistas en parte, por no decir ridículamente tiernos, chuscos y cutres, sin apenas dignidad. Por esas aparentes características me resultaron  conmovedores y me propuse dejar constancia escrita de ellos. No sabía entonces que el proceso de escritura puede llevar al que escribe por vericuetos extraños.
  1. Prólogo compuesto.

1. 1. Un mayordomo quiero

Dos aspiraciones, en nada ambiciosas, tiene ahora mi corazón: la primera es  la de ser servido a tiempo parcial en mi domicilio por un mayordomo totalmente inglés.  Podría ser negro o hindú, o de las partes insulares, no importa el origen, sino la nacionalidad. Y que esté dispuesto a ejercer en pantalones cortos. La razón  (no de los pantalones cortos) es obvia: nunca he tenido casa con pasillo, con uno de esos solemnes pasillos por donde  las visitas van adentrándose  respetuosamente mientras admiran los cuadros de hirsutos antepasados que ornan las paredes. De esta guisa entré hace años en la morada del Conde, que me precedía con un candelabro de siete brazos recolocándose  las criadillas en la parte izquierda.
Tengo tres pisos, pero ninguno con pasillo que requiera, por así decirlo,  palmatorias temblorosas  para recorrerlo. Y pienso que un mayordomo en pantalones cortos, bien educado en las formas serviles, puede suplir ventajosamente la ausencia de pasillo y añadir un plus de señorío a uno de los pisos. Solución más barata en estos tiempos de empleo precario y, yo diría, más personal.
Vendría una visita y yo no la recibiría directamente, sino que la haría pasar por las atenciones previas del mayordomo: dejarse poner chaqué, sombrero, guantes y ligero bastón o cayado en la puerta. Sólo así así  una  abrupta entrada a la mansión puede trocarse  en prolijidad aristocrática.

1.2. Y un  prólogo

La segunda aspiración es un capricho literario que podría ser considerado frívolamente como peregrino: escribir un relato con prólogo, pero dando mucho más bombo y platillo al prólogo que a la narración en sí. Cada uno tiene su concepto de lo que es la literatura, y yo respeto  todos, estamos en un país absurdo pero libre,  y no hay que usar la violencia así como así (aunque sí debería usarse en plan pedagógico).
Pues escribir se asemeja a la tarea de restaurar  muebles: Primero se decapa el objeto, luego se le pone otra piel colorida: uno, el narrador,  se desnuda un tanto pero no del todo, y luego se cubre de falsedad; en el fondo es un poco hipócrita la cosa, pero también es un homenaje a la verdad.
Y el prólogo debería ser  como un pasillo –según el  lector ignorante, inútil- que lleve al meollo de lo que se narra. Pues  el deseo de mi corazón es que fuera ese prólogo  tan lento, tan bello, tan oscuro, tan ameno y tan tierno que el visitante, al ir demorándose en atravesarlo, perdiera todo deseo de ingresar en el meollo,  olvidara el tópico o el prejuicio de que hay algo más allá, y  encontrara en ese pasillo tal solaz que desistiera de leer más adentro, hasta el punto de que la idea de llegar y acomodarse  en el salón terminara  por resultarle  inane, frustrante  y estúpida.
¿Y por qué este  segundo deseo? Pues a ti, lector pretendidamente conspicuo, no te importa, la verdad, para qué andarnos con eufemismos y con pamplinas. Es absurdo pedir razón de un capricho, un poco de sensatez y criterio. Sólo te diré, por si estás acostumbrado al argumento de autoridad,  que escritores estrictamente serios y feos de cojones, como Kavafis, han demostrado que el camino vale más que la meta y otros menos serios y tontos de baba, como Matutini de Sicilia, lo confirman con sus sentencias siempre que tienen ocasión.


1.3. Lector oprimido y ridículo

Hay personas que sufren con una pose de falsa grandeza y otras que lo hacen de forma ridícula, puramente animal,  o cómica, sin rastro de dignidad. Para mí son iguales. No es más noble el dolor de un místico que atraviesa la noche oscura que el de la señora gorda  que tiene algias hemorroidales. No valoro el sufrimiento como algo meritorio, y estimo que para un observador oprimido – grupo al que pertenece la mayoría de los observadores y lectores- sólo es reconfortante y altamente nutritivo (si se tiene suerte) el sufrimiento de los opresores, que son pocos y ricos.
Ella, La Concha,  no era opresora, que se sepa. Puede que desagradable, que fea, que gorda, que histérica; pero, globalmente, era mi semejante, una mujer provisional, de vida prescindible, es decir, normal, es decir, un respeto.  A veces nos reíamos un poco de ella, porque su desvivir resultaba también parcialmente  ridículo, como,  sucede, si hurgamos un poco, con otras muchas vidas, por ejemplo, las  nuestras.
1.4. Sobre la risa

Oh, la risa.  Es mi voluntad declarar, aunque no venga a cuento,  que en aquellos tiempos lejanos en que me reía de los demás, por ejemplo, del Chupapantis,  yo  no me alejaba, sino que me incorporaba a las víctimas de mi risa (al reírme de ellos también me compadecía de mí mismo) . Porque la risa no es propiedad exclusiva  de las hienas.  Y debo declarar aunque no venga a cuento  ni me guste repetir las cosas, que, en aquellos tiempos lejanos en que me reía de los demás,  yo me acercaba, me observaba a mí mismo y  me incorporaba.
Porque tres son las clases de risa según Ibn Hazam: la áspera, propia  de gentes  hirsutas  e irascibles, caracterizada por la ausencia de brillo en los ojos y por ser parcial o de media boca;  la conejil o cómplice, propia de acuerdos mutuos y acompañada o no de guiños, y la húmeda,  que da esplendor al rostro, propia de niños, de personas ebrias o de yayoflautas  juguetones , y que es la adecuada para  los que no somos opresores. De la carcajada no digo nada bueno ni malo: la usaban las adolescentes en mi juventud, pues los adolescentes eructaban y escupían.
1.5.  La colonia de San Fermín, injerto o esqueje.
Descripción: http://jesuscarmena.iescla.org/wp-content/uploads/2012/10/colonia-san-fermin-150x150.jpg
Por muy vicioso y ruin que fuera, el párroco acertaba cuando, cada siete de julio, en las fiestas del barrio, repetía  con solemne retórica, meneo de vestimentas rituales y ademán altivo que  la colonia de San Fermín estaba situada a orillas  del  Manzanares: “¡Porrrque la colonia de San Ferrrrmín es cual injerrrto de Navarra trasplantado a las márrrgenes  derechas  del Manzanares!”. No se podía decir mejor, la verdad.  Y, además, eso del injerto  me gustaba, y me sigue gustando. Con respecto a las márgenes, siempre he considerado que, tratándose del Manzanares o de aguas casi estancadas, la izquierda y la derecha son referencias muy relativas, según se vaya o se venga. Injerto o esqueje, la verdad es que el párroco daba ornato y prez al barrio de casitas bajas donde pasábamos la posguerra. Él daría ornato y prez, pero no daba otra cosa; lo demás lo cobraba. Bueno, a mí, el Pichón, que era un monaguillo muy golfo, me daba hostias, y muchas. Pero no entremos en detalles, baste con dejar muy claro que era una asquerosa, poderosa  opresora y repugnante cucaracha.
Los de la banda vivíamos en las casitas bajas. Teóricamente éramos los amos del barrio hasta que vino Eisenhower y metieron en casa construidas en un pispás a un montón de chabolistas de Legazpi.  Como el presidente americano, como Franco,  los niños estábamos  afectados de crueldad. Estoy hablando de la posguerra, de los años cincuenta.  Éramos crueles con los animales: apaleábamos sin misericordia a los perros enguilados (en posición de cópula), por amor a lo que vuela arrancábamos minuciosamente alas y patas a las moscas que cazábamos, encerrábamos en un recipiente a la lagartija y a la rana y contemplábamos cómo se mataban, quemábamos a los gatos,  orinábamos con puntería  en los agujeros  para pisotear al bichito que saliera, nos apedreábamos en bandas rivales con un ansia sanamente competitiva de hacer sangrar por la cabeza al adversario, zancadilleábamos impunemente a las viejecitas si iban deprisa…… A pesar de lo cual éramos muy superiores éticamente al referido párroco, que, además de estar aquejado de crueldad, adolecía de avaricia, de lujuria babosa  y de una viscosa hipocresía.
Con respecto al hambre,  había en el barrio muchas moreras, leche en polvo y queso americano bastante amarillo. En aquellos felices años del hambre, cuando íbamos a comprar mitad de cuarto de litro de aceite y merendábamos moras o pan y quesillo,  vivíamos en la  inocencia, al menos los de nuestra banda. Los motes no eran retorcidos: si yo tenía el pecho abombado, era  El Pichón, y los demás apodos eran significativos y directos: El Rubio, El BizcoEl Legañas, El Lagartijas, porque las cazaba con la mano… Las chicas venían con nosotros a tiempo parcial, y también tenían motes significativos: La Cagalabragas, La Pechitos, La Espatarrá, La Mocos…) La verdad es que llevábamos el apodo tan pegado a la piel que si alguien nos llamaba por nuestro nombre de pila no volvíamos la cabeza. Pero los chicos y chicas de la banda estábamos unidos: guardábamos los secretos, éramos legales (con esa palabra estaba dicho todo, no va más) y cultivábamos la amistad con un idealismo encendido.
























2.  Meollo, la Concha

La Concha, por otro nombre La Espatarrá,  no era agraciada: tenía bocio abultado, sebosidades prolijas,  piel escamosa,  risa caballuna, mal aliento,  andares varoniles,  voz en nada acariciadora…En fin repito que no era agraciada, dejemos a un lado los detalles. Carecía de ese aire misterioso y del andar descarado en vaivén que tenían las bellas del barrio, no era discreta en las ventosidades de posguerra  ni en las erutaciones (pero ganó uno de los concursos, concretamente el de 1951). Era algo mayor que nosotros porque cuando nos dedicábamos a torturar animales tendríamos nueve o diez  años y ella ya tenía unas buenas domingas que excitaban  en nosotros más la curiosidad que los efluvios libidinosos. Con esos atributos se entregó por placer al señor Torres, el de la huerta y por su buen corazón a otros cuantos.
No creo que yo oliese bien en aquellos tiempos: en las casas no había duchas y sólo nos bañábamos en las aguas fétidas del Manzanares; pero recuerdo que una vez le pregunté a la Señora Carmen por qué olía tan mal la Concha, y me contestó con aplomo:
-No se lava nunca los bajos.
Respuesta que permanece en mi memoria porque la dijo con aplomo y sin mirarme ni olerme, como escupiendo. Se lo había preguntado en el descanso de la radionovela tituladaLa sangre es roja, que los vecinos oíamos ( y a veces olíamos) juntos en la calle Lecumberri. En aquellos  felices años del hambre (repito aquí lo de  felices para alimentar el tópico ese del paraíso perdido ) seguíamos con arrobo las novelas de Sautier Casaseca y leíamos El guerrero del antifaz con la misma pasión con que espiábamos a las parejas o poníamos pedruscos en la vía del tren con la vana esperanza de conseguir su descarrilamiento. Todo era romanticismo
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Cuando llegaron los años del desarrollismo y en nuestras casas se empezó a comer en serio, la crueldad inocente y virginal que nos caracterizaba fue cediendo el  paso a un cierto retorcimiento malvado. La banda se fue deshaciendo a medida que entraba en nuestras casas la televisión en blanco y negro y algunos se pusieron a trabajar. Disminuyeron drásticamente los actos abiertamente crueles, los apedreamientos y las meadas grupales y sacrílegas dentro de  la iglesia.

Los miembros de la banda se fueron mezclando con otras tribus y nos fuimos abriendo a la vulgaridad de buscar un futuro, de tener una novia, de respetarla aunque ella no quisiera, de pensar en fundar un hogar, por así decirlo, y cosas de esas. Sólo Plácido El Legañas aspiraba  a eso de triunfar en la vida, obsesionado en sacar una oposición.

Y yo, El Pichón, dejé de ser monaguillo y me empecé a dedicar a la especulación con un increíble prurito ortográfico (incluso me hice editar unas tarjetas con el título no oficial de especialista en puntos y comas). Esta especialidad me hizo ser extremadamente puntilloso y ganar una bien merecida fama de marica entre mis amigos, fama que nunca llegó a trascender por mi exquisita discreción en los contoneos y posturitas y porque ya he dicho que los de la banda eran legales; así evitamos las humillaciones, apaleamientos y pedradas de la chiquillería.

Las correrías de la  Concha y de su nuevo novio el Chupapantis eran  sistemáticamente espiadas  por nosotros y por los nuevos estúpidos que nos iban relevando, tanto en las casitas bajas como en los recientes bloques. Después de un corto y accidentado noviazgo,  el  Chupapantis se fue degradando estéticamente escuchimizándose más,  y se alcoholizó  del todo. Nos sorprendió que la Concha  aceptara  casarse con él,  que ya  era objeto de chanzas y maldades por los nuevos gilipollas que nos habían sucedido en las calles del barrio. Dos de esas lumbreras le habían  sorprendido en la antigua huerta del tío Torres haciendo un cunnilingus a una señora vestida, y de ahí el mote.
El día de la boda – un lunes por la mañana-  estaba casi todo el barrio cerca de la iglesia, más bien por curiosidad malsana. Con ganas verdaderas  de cumplir yo creo que sólo estaban  el señor Marcial – de infeliz recuerdo-  y la señora Asunción, los padres de la novia. Yo, la verdad, estaba allí sólo por contemplar el traje que luciría La Concha, los trajes de ceremonial me aturullaban. Además tenía que estar porque era el monaguillo, cargo sobre el que habrá que decir algunas cosillas, pero más adelante.
Pues bien, en esa mañana solemne no llegaba el novio,  y el párroco, que había conocido a la Concha sexualmente, pues chantajeaba a todas las parroquianas jóvenes cuando se confesaban –y confesarse era absolutamente inapelable para casarse- , suspendió la ceremonia a los veinte minutos, no sin antes haberme dado a mí una hostia por reírme. La vergüenza del  Sr. Marcial ante las risitas de los curiosos - le debió venir a la memoria lo de compuesta y sin novio- fue tanta que no superó el trance y murió al poco tiempo  de forma escandalosa, ya contaré cómo.

El caso es que terminaron casándose más tarde, sin apenas ceremonial, de puntillas, de penalti no en el altar mayor, sino en una capilla lateral, teóricamente sin música, es decir, nivel 7, precio mínimo, sin derecho a luces. Teóricamente sin música, pero mi noble corazón no quiso contribuir a esa deshonra y me subí al coro y toqué el órgano como en las bodas de nivel  1 y 2. Advierto que no sabía ni sé  tocar en absoluto, pero me salían acordes abstractos coadyuvantes a la solemnidad del pretendido sacramento. Y no me olvidaré de esa boda porque fue mi  penúltimo acto institucional como monaguillo.

Mi padre me prohibió volver a la iglesia cuando vio el desajuste facial con que el repugnante párroco me había dejado a base de golpes. Mi auténtica despedida  tuvo lugar en  la extremaunción del señor Marcial: cuando el cura le presentó la cruz para que la besara, el moribundo sacó fuerzas de flaqueza y gritó ¡torero, torero!, yo solté una carcajada irreverente y el oficiante me hostió y pateó sin respeto ceremonial. No volví a ayudarle y me alegré cuando le mataron de una paliza en la carretera de Andalucía.

Volviendo a la pareja, hubo que lamentar que los fallos de programación de la unión matrimonial, tuvieran con el tiempo  consecuencias notables y previsibles: gritos, arañazos y blasfemias  dejaban sus huellas degradantes en el aspecto del Chupapantis , ya perjudicado notablemente por el alcoholismo, y parecían sentar bien a la cónyuge, progresivamente rolliza y colorada.
Eso era normal para nosotros, lo realmente sorpresivo fue que el vínculo conyugal, lejos de quebrarse, se consolidaba a medida que el esposo se iba haciendo cada vez más inútil.  La Concha, como poseída por ángeles, se dedicaba heroicamente a cuidarle. Era difícil encontrar una mujer  tan esmerada, tan volcada en los cuidados médicos del marido y tan malhablada a la vez.  Los más chismosos propalaban sus sospechas de que La Concha estaba acabando poco a poco con El Chupapantis con pellizcos impunes  y con alimentos caducados, pero lo cierto es que hay testigos fiables de que la heroica Espatarrá dormía en un rincón del lecho conyugal arrebujada entre los pies del esposo por si moría de un espeluzno en las tristes noches compartidas.

Años después  yo abandoné el supuesto paraíso perdido de San Fermín para asesorar  ortográficamente en una ONG denominada Nostalgia y  para estar al lado de Plácido, alias el Legañas.  Así es que dejé de ver a la Concha. Las noticias sobre su persona, que me continuaron llegando esporádicamente, estaban aderezadas con excesivas notas legendarias y faltas de ortografía y no son dignas de crédito. Además, a mí no me gusta cotillear, soy legal. Según esas noticias y rumores, parece que el Chupapantis murió maldiciendo  a gritos a su mujer y al barrio; que, ya muerto, se cayó de bruces por un golpe que recibió el ataúd al salir; que los rituales post mortem fueron impresionantes  por inusitados, y que la Concha  subió en cuerpo y alma a los cielos.


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