sábado, 2 de octubre de 2010

Mi patio. Cuento autodestruible

Mi patio

El apartamento es antiguo, grande y destartalado. También -pienso yo ahora- es monstruoso. En lo que concierne a la estructura arquitectónica, lo monstruoso consistía en que tiene todas las características de una corrala, es decir, un patio común muy amplio en el que confluyen con naturalidad de
prolongación las piezas individuales o habitaciones privadas, que son muchas, pero de las que no recuerdo realmente ninguna, pues mi memoria se reduce a lo que pasa en el patio. O puede ser que lo monstruoso sea mi desproporcionado recuerdo. En el patio común se desarrollaba la vida y, específicamente, lo que los psicólogos o el clero llamaban vida interior. Y tengan muy en cuenta ustedes que esa vida interior de los patios debe durar poco si es intensa, alguien destruye el patio al cabo de diez minutos casi siempre, un escritor, un fugaz, un frágil, a veces con tristeza mansa, a veces con brusquedad de viento rencoroso enfurecido.
Pero, a diferencia de las corralas madrileñas, ésta del suburbio rosarino radicaba en un segundo piso, al que se ascendía directamente de la calle por una intrincada escalera exterior. Creo yo que con toda justicia, pues, y con todo lujo de detalles, se puede definir la estancia como monstruosa, aunque, naturalmente, todo es discutible en esta vida, excepto los dogmas de nuestra santa fe. Los otros
adjetivos (antiguo, grande y destartalado) no los explico ahora porque, si me demoro mucho al principio, temo que el aburrimiento me obligue a buscar un rápido final que luego me criticarán, con razón, algunos lectores.

Y hablando de lectores, como presiento que es necesario presentarles cuanto antes a los personajes, porque así lo suelen exigir, paso a ello:

Juanita la del patio es una señora mayor que estaba siempre (y siempre significa invariablemente a lo largo de absolutamente todo el tiempo) estudiando en una tumbona -por supuesto, en el patio-, entrada en años, muy entrada en carnes, con unos ojos muy vivaces al leer, aunque las cualidades de los ojos
sólo se adivinaban. Bueno, se adivinaban, pero también se veían totalmente cuando los levantaba para saludar a algún nuevo, o fugaz, o interino del apartamento, al que besaba siempre e insistentemente en la boca con un cariño espasmódico que no concordaba con su sempiterna actividad de estudio. Tan monstruoso en su desmesura era ese cariño como lo era el apartamento. Y en estos casos aprovechaba los besos, o desparrame energético de su organismo, para comer a continuación y casi sin masticar
considerables porciones de pastel o de mazapán. A mí este personaje me cautivaba por su aire de tolerancia total, hecho de indiferencia absoluta y de cariño instintivo. Nunca la oí hablar, pero todos los habitantes nos sometíamos a su silenciosa autoridad, la considerábamos la base física y sólida (y lo de sólida no es un chiste tonto) de la vida común y de la vida interior.


La vida organizada silenciosamente por Juanita transcurría con dulzura. Venía un fugaz, era besado hasta la extenuación y se iba. A los pilares e interinos esta obesa dama, su corporalidad rotunda, su sensualidad besucona, su silencio lleno de inteligencia, su clarividencia casi profesional, nos asentaba en la convicción apacible de pertenencia física a la comunidad, en la seguridad y la contundencia precisas para considerar frívolas y marginales todas las otras relaciones, (como familia, municipio o sindicato). Hablar lo que se dice hablar con ella, no lo hacíamos, pero ahí estaba el secreto de la vida interior.


Otra habitante era Marta la mudita, la adolescente que siempre sonreía a todos con su risa sandunguera; ella era un pilar y sólo reía a carcajadas en ciertos momentos, cuando yo, por ejemplo, le tocaba uno a uno los dedos sacándole novios y contando teatralmente hasta diez. Esta adolescente había desarrollado unas habilidades especiales para comunicarse con todos nosotros: como no me gusta detallar, basta con decir que conocía perfectamente nuestros estados de ánimo, nuestros sentimientos, lo que decíamos susurrando para nosotros mismos, nuestras pequeñas vergüenzas, el estado concreto de nuestros órganos internos, la razón de un refunfuño, la base de nuestras frustraciones, las vacilaciones de los enérgicos, si teníamos algún proyecto inconfesable, si teníamos ganas de caricias, por qué alguien se ponía mustio y si éramos hinchas clandestinos de Boca o de Independiente.

Lucía era sensual y hermosa, dispuesta siempre a la refocilación y a las caricias. También era un pilar, pero no se daba aires de grandeza por ello. Era mi dulce amiga.

Pero este procedimiento de empezar con los personajes ya cansa, por lo menos a mí. Me imagino que ya irán saliendo; y, si no salen, tampoco hace falta alborotar tanto. Pues lo que realmente me atrae de la escritura es mi propia expansión egoísta, y, en este caso concreto, decir con cierto falso pudor, es decir, no muy claro, qué hacía yo en ese patio.

Se daba la circunstancia de que yo -que vivía en este apartamento, que había fundado el patio, que era uno de los pilares antiguos de la comunidad por así decirlo- estaba externamente casado en otro piso muy lejano. Pero, la verdad, no podía dejar de vivir aquí, es más, no hubiera podido estar casado en otro piso de no vivir realmente en este y no sé si tendrá algo que ver en esta superficial paradoja lo que he sugerido antes de la vida interior que se desarrollaba exclusivamente en el patio exterior.

Sea como sea, no me voy a poner a explicar paradojas a estas alturas. El caso es que mi mujer, mi madre, mi hija y mi suegro, cuando a veces venían a verme al patio para decirme, fundamentalmente, que era un sucio bohemio y un inútil, no se extrañaban nada de mis complejas relaciones de confianza con todos los habitantes (creo que eran doce pilares, ocho interinos y unos veinte fugaces al mes).

Yo fundé el patio y seleccioné a los pilares. Me debería haber marchado antes de destruir todo, hubiese sido lo mejor para la vida interior, pero me dieron el cargo de pedagogo. Más tarde tuve que seguir estando por el cargo de escritor.

El cargo de pedagogo me fue otorgado por ser el mayor de la comunidad, y el más infantil; es sabido que sólo los mayores infantilistas pueden ser realmente pedagogos. Pero en esta memoria breve, prácticamente burocrática, no es apropiado desarrollar esta idea. También me lo dieron porque me vieron raro, como luego se aclarará.

Mi trabajo pedagógico (bastante sutil, por innecesario) se desarrollaba específicamente con Rufino, un niño escrupuloso de quince años, obsesionado con el pecado y que caía constantemente en la exageración e intemperancia, porque tenía la costumbre de hacer aspavientos y dar gritos histéricos cada vez que sentía un escrúpulo. Claro, así, con esas estridencias, se diluía la dulzura. Rufino fue un niño apacible y normal hasta los doce años, es decir, tocaba la teta izquierda a Juanita durante un rato hasta lograr que ésta emitiera una especie de ronroneo, jugaba al fútbol en el patio procurando romper varias macetas y cristales, odiaba los libros y los dibujos animados, metía mano a Martita o a Lucía más que nada para que ellas hicieran alharacas y profundos hipidos, no obedecía a ninguno de los pilares de la comunidad nunca, etc, , o sea, un niño modelo y maleable. Tiene en su biografía la originalidad de ser el único habitante no metamorfoseado ni muerto, ni emigrado del patio por causa de destrucción.

Un día llegó una fugaz de nombre Natalia, con una pollera roja hasta los pies, unas levísimas andalias a lo Botticelli, un lazo negro en el codo. Tampoco me voy a poner a describirla, qué más da, el caso es que yo la conocía de los tiempos lejanos, cuando había enredaderas que revestían de verde el blanco de los patios, y perfume de albahaca, y otras cosas gratas a mi corazón que no detallo porque uno se puede poner lírico y hacer el ridículo. Pidió permiso a Juanita la del patio –aprovechando que ésta perdió el aliento y cesó de besuquearla- para quedarse en interinato. Recuerdo que fue el mismo día que vino también el fugaz Medardo, el de los dinosaurios, que duró sólo tres minutos entre nosotros después del beso y se tuvo que metamorfosear, al día siguiente, en cóndor en circunstancias lamentables. Parece ser que Natalia se quedó para curarse una herida interior sin cicatrizar, una brecha abierta que casi ocupaba por completo sus costillares. Olía a musgo. La verdad es que no me enamoré de Natalia, lo que pasó fue que ella fue mi nostalgia, un secreto que sólo conocemos Lucía y yo. Por culpa de la nostalgia me iba infantilizando y adelgacé en exceso, dejé de acostarme temprano y de fornicar con Lucía como antes. También comencé a sentir impulsos reprimidos de destruir el patio. Juanita y Martita me nombraron pedagogo, me lo comunicó Lucía "Cómo ya no fornicas conmigo, ¿quieres desempeñarte de pedagogo?". Yo dije que así fuera, para evitar estragos. Oficialmente me nombraron para evitar estragos, aunque siempre queda la sospecha de que quisieran matar dos pájaros de un tiro, es decir, no sólo evitarlos y tenerme ocupado, sino aprovechar que me veían medio loco para adquirir status y tener un pedagogo, porque yo título sí tenía. Así se explica lo inexplicable para mucha gente racionalista, el hecho de que yo permaneciera en este patio.

A Rufino lo he ido curando, pero un poco a regañadientes, por mi infantilismo. La comunidad accedió a que Natalia fuera mi ayudante y, la verdad, casi toda la terapia la desarrolló ella. Yo seguí teniendo nostalgia y algo de frustración, pero ella hacía también terapia conmigo, es decir, por ganas ganas, me querría, como a casi todo el mundo, pero su instinto maternal la llevaba a ignorarme por completo. No obstante, cuando Rufino se iba curando, la dulzura que volvía a impregnar el patio la afectaba y la ponía blandita, a Natalia, y me sonreía a veces, como si brotara musgo de la piedra.

El caso es que, como yo no quiero estragos en el patio, cuando tengo un rato libre, escribo, por eso dije que me hice escritor autónomo. Aunque con algo de amargura, me hice escritor por la nostalgia. Así olvido que estoy enamorado o que la nostalgia y tal.

Y escribo hasta que este patio se derrumbe, que va a ser muy pronto. Yo fundé el patio. Pero cuando Rufino ingresó en el convento y a Natalia le cicatrizó la brecha, Martita supo lo que iba a pasar, y, sin mucho detalle, va a ser esto: que Juanita se está atragantando hasta la muerte después de besar intensamente a un fugaz, que Martita grita por primera vez, que yo me he aislado para escribir la historia y destruir el patio, que Natalia y Lucía no consiguen levantar de la tumbona a la base física de la comunidad y que sus vivaces ojos, nuestro fundamento único, quedan velados. Que el aroma o la dulzura se expanden ya fuera del patio, que deja de existir el patio. Sin Juanita, sobrevienen metamorfosis en cadena: lo que nos pareció extraño –la del fugaz Medardo- se hace norma (es cierto que el habitual recurso de las metamorfosis, no es muy ético, pero ¿y el de la vida interior, qué?).

Martita sabe lo que a ella le toca cuando Juanita deje de ser el fundamento, a saber, que literal y mudamente, se va a desparramar por el piso convertida en arena silenciosa aglomerada con el fundamento. Y es de sobra conocido que el cuerpo de Lucía, esparcimiento y abrazo de los pilares y de los fugaces, voló por el éter metamorfoseado en solitaria y libre garza.

Bueno, se acabará la vida interior cuando yo escriba el punto final.

A la única que voy a dejar como está es a Natalia en busca de otra herida y otro patio

Del resto de los pilares, la verdad, no me apetece escribir nada. Todo está destruido, el patio. Lo único real es la nostalgia. Yo volveré a la vida exterior, aunque sea con los indios de Patagonia. Y queda sin aclarar si Natalia va a tener plata para alquilar otro patio.

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