Crónicas del Inserso. Montegordo, Portugal
Montegordo es la playa de Vila Real de Santo Antonio, el
pueblo vecino de Ayamonte, de diseño perfectamente pombaliano, una especie de
Baixa en plan modesto. Montegordo en abril es algo aburrido. Me imagino que en
agosto dará más de sí, pero ahora apenas hay cuatro o cinco ejemplares rubios y hermosos (sobre todo una) alojados, no se sabe a cuento de qué, en uno
de los hoteles casi vacíos del lugar. Si descontamos a los habitantes del
espacio-tiempo a que me refiero, el resto son idosos, porque tienen mucha idade,
jubilados que ocupan el hotel más tradicional y que pasean por las calles y por
la playa como animales protegidos y bien cuidados de un zoo al aire libre. La
sociedad – que incluye autoridades, empleados del sector turístico y un párroco-
ha exhibido hasta ahora a estos especímenes con un no disimulado orgullo, como
presumiendo, con aires de decir “qué bien tratamos a todos excepto a los
drogadictos”. Pero esto ha cambiado radicalmente ahora: al abrirse la veda del copago, ya hay atisbos de que se empieza a incluir a
tanto idoso en la mirada agresiva que
se destina a los extranjeros pobres. Entre estos sujetos sometidos al vaivén de
la crisis, y cuyo conjunto también es conocido como el desguace, estoy yo.
Montegordo, siguiendo con el tema, es muy diferente de
nuestra amada patria en algunos detalles. Sí, porque cruzas el Guadiana y
cambia la organización. Pero mucho, en concreto lo concerniente a las bombonas
de butano, al adoquinado de las calles, a los contenedores de basura, al
negocio de las playas, al papel de los perros en la sociedad, incluso al
lenguaje, en fin, para qué seguir. En primer lugar parece mentira que, siendo
una zona residencial llena de casitas con jardín, produzca tan exigua cantidad
de vecinos con chándal y de perros vistosos. Sinceramente, perros esmerados
sólo hay dos. Puede que no sea lógico, pero es así. En mi barrio de Madrid, con
más o menos la misma densidad de gente, hay unos doscientos cincuenta cánidos
de esos tan pulidos, y el ochenta por ciento deja sus ñórdigas en la calle. Perros de asfalto sin amo hay en concreto
tres, pero con matices: uno, el más grande, hace muchas fiestas a según quién
pasa, y salta para lamerle la boca a uno
de ellos, lo que lleva a conjeturar que es cuidado a distancia por ciertos
miembros del espacio-tiempo aunque no lo alojen en su domicilio. Éste es
blanco. El segundo, pequeño y negro, tiene todas las trazas de encarnar un rol
fijo, e incluso solemne, en la comunidad de vecinos como aullador rutinario: se
pone en el centro de una calle peatonal y aúlla sin convicción y sin
estridencias, sin levantar excesivamente la cabeza, indiferente a toda la
caterva de pies que lo rodean, durante aproximadamente dos horas. El tercero
tiene bocio. Se me olvidaba, hay otro perro, pero no es de asfalto: Iba yo
caminando por las matas y rastrojos del campo y, como siempre, me entró el
capricho (sí, porque no era necesidad perentoria) de orinar al aire libre.
Cuando ya estaba todo dispuesto veo a un can macizo y policial a unos cincuenta
metros. Sin guardar la compostura y con una ligereza impropia de mi edad le
evité.
Otras diferencias esenciales afectan a los contenedores,
mucho más especializados que en nuestra patria. Los de las zonas hoteleras,
por ejemplo, son como setas hundidas en el adoquinado, gigantescas, circulares
y excavadas en el suelo. Deben de ser sólo para enormes bolsas de basura. Y
muchos amos de casa llorarán de emoción al saber esto: hay contenedores de
color verde destinados al aceite usado ¿No es maravilloso? Que los amos de casa
no tengan que reunir litros de aceite sucio es emocionante ¿Y qué decir del
adoquinado? Pues depende de cómo se mire, pues ya sabemos que todo es relativo.
Por una parte, bien; por las partes propincuas a la playa los adoquines forman
un piso estable, regular, homogéneo, y la ancianidad puede pisar sin peligro de
quedarse peor de lo que está. Pero por el resto de las partes el suelo se ha
adunado, quiero decir que, a semejanza de las dunas, se curva de maneras
caprichosas, siguiendo la trayectoria de las raíces arbóreas, dejando adoquines
sueltos por todas partes. La culpa de este desaguisado hay que achacarla a las
medias tintas: o eres ecológico (y entonces no pones adoquines por todas partes
intentando contener la expansión furiosa de las raíces) o no lo eres (y
entonces destruyes los árboles antes de poner adoquines), pero la autoridad
adoquinadora es tibia y propicia a las
medias tintas.
La gente portuguesa
es peculiar. Pasas el Guadiana, como ya he dicho, y cambia la organización. Por ejemplo, suelen
saber hablar español, cosa que a los españoles – que ni sabemos ni queremos
decir bom dia- nos suele parecer absolutamente natural y lógico. Pero su
lenguaje es distinto, incluso el de las crianzinhas y las gitanas que, sin
embargo, visten igual que en España. Lo más llamativo de su organización
lingüística es cómo llaman a sus peluqueros, nada menos que cabaleireiros. ¿Qué
español con un mínimo de prurito lingüístico no se va corriendo a cortar el
pelo al pisar suelo luso?
También están organizadas de otra manera las playas. En
algunos países se permite teóricamente
una abusiva mezcolanza entre gente rica y pobre, en otras hay que pagar por
entrar; en este país que piso lo que importa es la geometría: Como si hubiera
venido el marqués de Pombal a organizarlo todo, la playa se haya dividida y distribuida
en cuadrados exactos, no lo dibujo porque no me apetece, pero es un cuadrado concessionado a una empresa, otro a
otra, un cuadrado libre, un cuadrado concessionado
a una empresa, otro igual, uno libre…en fin, el que se quiera enterar que
visite cualquier playa de por aquí. Los concesionarios de los diferentes
cuadrados, en lugar de prohibir terminantemente fumar (que sería lo más fácil)
o de poner grandes contenedores en la arena, adornan cada sombrilla de un
artilugio de color rojo, como un vaso con agujeros, de manera tal que la ceniza
cae a la arena y lo que se llama propiamente el pucho se queda en el vaso y se
puede tirar luego al contenedor. Si en
España se pusieran dichos objetos en las puertas de las empresas, colegios o
bares, o se obligase a los fumadores a poseer un vaso portugués, no estarían
estos lugares apestados de puchos. No lo digo por dar ideas, ni mucho menos. Y
no se crea que los cuadrados concessionados
son fruto de puro enchufe o nepotismo burdo. La concesión lleva aneja otras
responsabilidades además de la de colocar el vaso portugués, pues deben
contratar el servicio de nadador
salvador. A mí, la verdad, me gusta mucho esta denominación, me parece más
expresiva que la de socorrista. Y sobre
todo, más concreta y especializada, pues no nos lleva a un gilipollas de esos
que hacen favores a todo el mundo, que socorren por socorrer, con paternalismo
y ñoñez, sino a unos especialistas que salvan a uno que se ahoga, y eso es lo
que la sociedad demanda, un especialista
(y perdón si me estoy alterando) Y para eso, claro, tiene que nadar…
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