Nota previa.
Sucedieron en mi lugar de trabajo hace dos años unos acontecimientos
surrealistas en parte, por no decir ridículamente tiernos, chuscos y cutres,
sin apenas dignidad. Por esas aparentes características me resultaron
conmovedores y me propuse dejar constancia escrita de ellos. No sabía entonces
que el proceso de escritura puede llevar al que escribe por vericuetos
extraños.
- Prólogo
compuesto.
1. 1. Un mayordomo quiero
Dos aspiraciones, en nada ambiciosas, tiene ahora mi corazón: la primera
es la de ser servido a tiempo parcial en mi domicilio por un mayordomo
totalmente inglés. Podría ser negro o hindú, o de las partes insulares,
no importa el origen, sino la nacionalidad. Y que esté dispuesto a ejercer en
pantalones cortos. La razón (no de los pantalones cortos) es obvia: nunca
he tenido casa con pasillo, con uno de esos solemnes pasillos por donde
las visitas van adentrándose respetuosamente mientras admiran los
cuadros de hirsutos antepasados que ornan las paredes. De esta guisa entré hace
años en la morada del Conde, que me precedía con un candelabro de siete brazos
recolocándose las criadillas en la parte izquierda.
Tengo tres pisos, pero ninguno con pasillo que requiera, por así decirlo,
palmatorias temblorosas para recorrerlo. Y pienso que un mayordomo
en pantalones cortos, bien educado en las formas serviles, puede suplir
ventajosamente la ausencia de pasillo y añadir un plus de señorío a uno de los
pisos. Solución más barata en estos tiempos de empleo precario y, yo diría, más
personal.
Vendría una visita y yo no la recibiría directamente, sino que la haría
pasar por las atenciones previas del mayordomo: dejarse poner chaqué, sombrero,
guantes y ligero bastón o cayado en la puerta. Sólo así así una
abrupta entrada a la mansión puede trocarse en prolijidad
aristocrática.
1.2. Y un prólogo
La segunda aspiración es un capricho literario que podría ser considerado
frívolamente como peregrino: escribir un relato con prólogo, pero dando mucho
más bombo y platillo al prólogo que a la narración en sí. Cada uno tiene su
concepto de lo que es la literatura, y yo respeto todos, estamos en un
país absurdo pero libre, y no hay que usar la violencia así como así
(aunque sí debería usarse en plan pedagógico).
Pues escribir se asemeja a la tarea de restaurar muebles: Primero se
decapa el objeto, luego se le pone otra piel colorida: uno, el narrador,
se desnuda un tanto pero no del todo, y luego se cubre de falsedad; en el
fondo es un poco hipócrita la cosa, pero también es un homenaje a la verdad.
Y el prólogo debería ser como un pasillo –según el lector
ignorante, inútil- que lleve al meollo de lo que se narra. Pues el deseo
de mi corazón es que fuera ese prólogo tan lento, tan bello, tan oscuro,
tan ameno y tan tierno que el visitante, al ir demorándose en atravesarlo,
perdiera todo deseo de ingresar en el meollo, olvidara el tópico o el
prejuicio de que hay algo más allá, y encontrara en ese pasillo tal solaz
que desistiera de leer más adentro, hasta el punto de que la idea de llegar y
acomodarse en el salón terminara por resultarle inane,
frustrante y estúpida.
¿Y por qué este segundo deseo? Pues a ti, lector pretendidamente
conspicuo, no te importa, la verdad, para qué andarnos con eufemismos y con
pamplinas. Es absurdo pedir razón de un capricho, un poco de sensatez y
criterio. Sólo te diré, por si estás acostumbrado al argumento de autoridad,
que escritores estrictamente serios y feos de cojones, como Kavafis, han
demostrado que el camino vale más que la meta y otros menos serios y tontos de
baba, como Matutini de Sicilia, lo confirman con sus sentencias siempre que
tienen ocasión.
1.3. Lector oprimido y ridículo
Hay personas que sufren con una pose de falsa grandeza y otras que lo hacen
de forma ridícula, puramente animal, o cómica, sin rastro de dignidad.
Para mí son iguales. No es más noble el dolor de un místico que atraviesa la
noche oscura que el de la señora gorda que tiene algias hemorroidales. No
valoro el sufrimiento como algo meritorio, y estimo que para un observador
oprimido – grupo al que pertenece la mayoría de los observadores y lectores-
sólo es reconfortante y altamente nutritivo (si se tiene suerte) el sufrimiento
de los opresores, que son pocos y ricos.
Ella, La Concha, no era opresora, que se sepa. Puede que
desagradable, que fea, que gorda, que histérica; pero, globalmente, era mi
semejante, una mujer provisional, de vida prescindible, es decir, normal, es
decir, un respeto. A veces nos reíamos un poco de ella, porque su
desvivir resultaba también parcialmente ridículo, como, sucede, si
hurgamos un poco, con otras muchas vidas, por ejemplo, las nuestras.
1.4. Sobre la risa
Oh, la risa. Es mi voluntad declarar, aunque no venga a cuento,
que en aquellos tiempos lejanos en que me reía de los demás, por ejemplo, del
Chupapantis, yo no me alejaba, sino que me incorporaba a las
víctimas de mi risa (al reírme de ellos también me compadecía de mí mismo) .
Porque la risa no es propiedad exclusiva de las hienas. Y debo
declarar aunque no venga a cuento ni me guste repetir las cosas, que, en
aquellos tiempos lejanos en que me reía de los demás, yo me acercaba, me
observaba a mí mismo y me incorporaba.
Porque tres son las clases de risa según Ibn Hazam: la áspera, propia
de gentes hirsutas e irascibles, caracterizada por la
ausencia de brillo en los ojos y por ser parcial o de media boca; la
conejil o cómplice, propia de acuerdos mutuos y acompañada o no de guiños, y la
húmeda, que da esplendor al rostro, propia de niños, de personas ebrias o
de yayoflautas juguetones , y que es la adecuada para los que no
somos opresores. De la carcajada no digo nada bueno ni malo: la usaban las
adolescentes en mi juventud, pues los adolescentes eructaban y escupían.
1.5. La colonia de San Fermín,
injerto o esqueje.
Por muy vicioso y ruin que fuera, el
párroco acertaba cuando, cada siete de julio, en las fiestas del barrio,
repetía con solemne retórica, meneo de vestimentas rituales y ademán
altivo que la colonia de San Fermín estaba situada a orillas
del Manzanares: “¡Porrrque la colonia de San
Ferrrrmín es cual injerrrto de Navarra trasplantado a las márrrgenes
derechas del Manzanares!”. No se podía decir mejor, la verdad.
Y, además, eso del injerto me gustaba, y me sigue gustando. Con respecto
a las márgenes, siempre he considerado que, tratándose del Manzanares o de
aguas casi estancadas, la izquierda y la derecha son referencias muy relativas,
según se vaya o se venga. Injerto o esqueje, la verdad es que el párroco daba
ornato y prez al barrio de casitas bajas donde pasábamos la posguerra. Él daría
ornato y prez, pero no daba otra cosa; lo demás lo cobraba. Bueno, a mí, el
Pichón, que era un monaguillo muy golfo, me daba hostias, y muchas. Pero no
entremos en detalles, baste con dejar muy claro que era una asquerosa,
poderosa opresora y repugnante cucaracha.
Los de la banda vivíamos en las casitas
bajas. Teóricamente éramos los amos del barrio hasta que vino Eisenhower y
metieron en casa construidas en un pispás a un montón de chabolistas de
Legazpi. Como el presidente americano, como Franco, los niños
estábamos afectados de crueldad. Estoy hablando de la posguerra, de los
años cincuenta. Éramos crueles con los animales: apaleábamos sin
misericordia a los perros enguilados (en posición de cópula), por amor a lo que vuela arrancábamos
minuciosamente alas y patas a las moscas que cazábamos, encerrábamos en un
recipiente a la lagartija y a la rana y contemplábamos cómo se mataban,
quemábamos a los gatos, orinábamos con puntería en los
agujeros para pisotear al bichito que saliera, nos apedreábamos en bandas
rivales con un ansia sanamente competitiva de hacer sangrar por la cabeza al
adversario, zancadilleábamos impunemente a las viejecitas si iban deprisa…… A
pesar de lo cual éramos muy superiores éticamente al referido párroco, que,
además de estar aquejado de crueldad, adolecía de avaricia, de lujuria
babosa y de una viscosa hipocresía.
Con respecto al hambre, había en
el barrio muchas moreras, leche en polvo y queso americano bastante amarillo.
En aquellos felices años del hambre,
cuando íbamos a comprar mitad de cuarto de litro de aceite y merendábamos moras
o pan y quesillo, vivíamos en la inocencia,
al menos los de nuestra banda. Los motes no eran retorcidos: si yo tenía el
pecho abombado, era El Pichón, y
los demás apodos eran significativos y directos: El Rubio, El Bizco, El Legañas, El Lagartijas,
porque las cazaba con la mano… Las chicas venían con nosotros a tiempo parcial,
y también tenían motes significativos: La Cagalabragas, La Pechitos,
La Espatarrá, La Mocos…) La verdad es que llevábamos el apodo tan
pegado a la piel que si alguien nos llamaba por nuestro nombre de pila no
volvíamos la cabeza. Pero los chicos y chicas de la banda estábamos unidos:
guardábamos los secretos, éramos legales (con
esa palabra estaba dicho todo, no va más) y cultivábamos la amistad con un
idealismo encendido.
2. Meollo, la Concha
La Concha, por otro nombre La Espatarrá, no era agraciada: tenía
bocio abultado, sebosidades prolijas, piel escamosa, risa
caballuna, mal aliento, andares varoniles, voz en nada
acariciadora…En fin repito que no era agraciada, dejemos a un lado los
detalles. Carecía de ese aire misterioso y del andar descarado en vaivén que
tenían las bellas del barrio, no era discreta en las ventosidades de posguerra
ni en las erutaciones (pero ganó uno de los concursos, concretamente el
de 1951). Era algo mayor que nosotros porque cuando nos dedicábamos a torturar
animales tendríamos nueve o diez años y ella ya tenía unas buenas
domingas que excitaban en nosotros más la curiosidad que los efluvios
libidinosos. Con esos atributos se entregó por placer al señor Torres, el de la
huerta y por su buen corazón a otros cuantos.
No creo que yo oliese bien en aquellos tiempos: en las casas no había
duchas y sólo nos bañábamos en las aguas fétidas del Manzanares; pero recuerdo
que una vez le pregunté a la Señora Carmen por qué olía tan mal la Concha, y me
contestó con aplomo:
-No se lava nunca los bajos.
Respuesta que permanece en mi memoria
porque la dijo con aplomo y sin mirarme ni olerme, como escupiendo. Se lo había
preguntado en el descanso de la radionovela tituladaLa sangre
es roja, que los vecinos oíamos ( y a veces olíamos) juntos en
la calle Lecumberri. En aquellos felices años del hambre (repito aquí lo
de felices para alimentar el tópico ese del paraíso perdido ) seguíamos con arrobo las novelas
de Sautier Casaseca y leíamos El guerrero del antifaz con
la misma pasión con que espiábamos a las parejas o poníamos pedruscos en la vía
del tren con la vana esperanza de conseguir su descarrilamiento. Todo era
romanticismo
***********************************
Cuando llegaron los años del
desarrollismo y en nuestras casas se empezó a comer en serio, la crueldad
inocente y virginal que nos caracterizaba fue cediendo el paso a un
cierto retorcimiento malvado. La banda se fue deshaciendo a medida que entraba
en nuestras casas la televisión en blanco y negro y algunos se pusieron a
trabajar. Disminuyeron drásticamente los actos abiertamente crueles, los
apedreamientos y las meadas grupales y sacrílegas dentro de la iglesia.
Los miembros de la banda se fueron
mezclando con otras tribus y nos fuimos abriendo a la vulgaridad de buscar un
futuro, de tener una novia, de respetarla aunque ella no quisiera, de pensar en
fundar un hogar, por así decirlo, y cosas de esas. Sólo Plácido El Legañas aspiraba a eso de triunfar en la
vida, obsesionado en sacar una oposición.
Y yo, El Pichón, dejé
de ser monaguillo y me empecé a dedicar a
la especulación con un increíble prurito ortográfico (incluso me hice editar
unas tarjetas con el título no oficial de especialista en puntos y
comas). Esta especialidad me hizo ser extremadamente puntilloso
y ganar una bien merecida fama de marica entre mis amigos, fama que nunca llegó
a trascender por mi exquisita discreción en los contoneos y posturitas y porque
ya he dicho que los de la banda eran legales; así evitamos las humillaciones,
apaleamientos y pedradas de la chiquillería.
Las correrías de la Concha y de su nuevo novio el Chupapantis
eran sistemáticamente espiadas por nosotros y por los nuevos
estúpidos que nos iban relevando, tanto en las casitas bajas como en los
recientes bloques. Después de un corto y accidentado noviazgo, el
Chupapantis se fue degradando estéticamente escuchimizándose más, y
se alcoholizó del todo. Nos sorprendió que la Concha aceptara
casarse con él, que ya era objeto de chanzas y maldades por
los nuevos gilipollas que nos habían sucedido en las calles del barrio. Dos de
esas lumbreras le habían sorprendido en la antigua huerta del tío Torres
haciendo un cunnilingus a una señora vestida, y de ahí el mote.
El día de la boda – un lunes por la mañana- estaba casi todo el
barrio cerca de la iglesia, más bien por curiosidad malsana. Con ganas
verdaderas de cumplir yo creo que sólo estaban el señor Marcial –
de infeliz recuerdo- y la señora Asunción, los padres de la novia. Yo, la
verdad, estaba allí sólo por contemplar el traje que luciría La Concha, los
trajes de ceremonial me aturullaban. Además tenía que estar
porque era el monaguillo, cargo sobre el que habrá que decir algunas
cosillas, pero más adelante.
Pues bien, en esa mañana solemne no
llegaba el novio, y el párroco, que había conocido a la Concha
sexualmente, pues chantajeaba a todas las parroquianas jóvenes cuando se
confesaban –y confesarse era absolutamente inapelable para casarse- , suspendió
la ceremonia a los veinte minutos, no sin antes haberme dado a mí una hostia
por reírme. La vergüenza del Sr. Marcial ante las risitas de los
curiosos - le debió venir a la memoria lo de
compuesta y sin novio- fue tanta que no superó el trance y murió al
poco tiempo de forma escandalosa, ya contaré cómo.
El caso es que terminaron casándose más
tarde, sin apenas ceremonial, de puntillas, de penalti no en el altar mayor,
sino en una capilla lateral, teóricamente sin música, es decir, nivel 7, precio
mínimo, sin derecho a luces. Teóricamente sin música, pero mi noble corazón no
quiso contribuir a esa deshonra y me subí al coro y toqué el órgano como en las
bodas de nivel 1 y 2. Advierto que no sabía ni sé tocar en
absoluto, pero me salían acordes abstractos coadyuvantes a la solemnidad del
pretendido sacramento. Y no me olvidaré de esa boda porque fue mi
penúltimo acto institucional como monaguillo.
Mi padre me prohibió volver a la iglesia
cuando vio el desajuste facial con que el repugnante párroco me había dejado a
base de golpes. Mi auténtica despedida tuvo lugar en la
extremaunción del señor Marcial: cuando el cura le presentó la cruz para que la
besara, el moribundo sacó fuerzas de flaqueza y gritó ¡torero, torero!, yo solté una carcajada
irreverente y el oficiante me hostió y pateó sin respeto ceremonial. No volví a
ayudarle y me alegré cuando le mataron de una paliza en la carretera de
Andalucía.
Volviendo a la pareja, hubo que lamentar que los fallos de programación de
la unión matrimonial, tuvieran con el tiempo consecuencias notables y
previsibles: gritos, arañazos y blasfemias dejaban sus huellas
degradantes en el aspecto del Chupapantis , ya perjudicado notablemente por el
alcoholismo, y parecían sentar bien a la cónyuge, progresivamente rolliza y
colorada.
Eso era normal para nosotros, lo
realmente sorpresivo fue que el vínculo conyugal, lejos de quebrarse, se
consolidaba a medida que el esposo se iba haciendo cada vez más inútil.
La Concha, como poseída por ángeles, se dedicaba heroicamente a cuidarle.
Era difícil encontrar una mujer tan esmerada, tan volcada en los cuidados
médicos del marido y tan malhablada a la vez. Los más chismosos
propalaban sus sospechas de que La Concha estaba acabando poco a poco con El
Chupapantis con pellizcos impunes y con alimentos caducados, pero lo
cierto es que hay testigos fiables de que la heroica Espatarrá dormía en un rincón del lecho conyugal
arrebujada entre los pies del esposo por si moría de un espeluzno en las
tristes noches compartidas.
Años después yo abandoné el supuesto paraíso perdido de San
Fermín para asesorar ortográficamente en una ONG denominada Nostalgia y para estar al lado de Plácido, alias el Legañas. Así es que dejé de ver a la Concha. Las
noticias sobre su persona, que me continuaron llegando esporádicamente, estaban
aderezadas con excesivas notas legendarias y faltas de ortografía y no son
dignas de crédito. Además, a mí no me gusta cotillear, soy legal. Según esas
noticias y rumores, parece que el Chupapantis murió maldiciendo a gritos
a su mujer y al barrio; que, ya muerto, se cayó de bruces por un golpe que
recibió el ataúd al salir; que los rituales post mortem fueron
impresionantes por inusitados, y que la Concha subió en cuerpo y
alma a los cielos.
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